Pedro Hoyos en su articulo escribe que España esta llena de políticos bobalicones y soplapollas que han gastado el dinero de varias generaciones en aeropuertos que no tienen aviones, llena de políticos delincuentes o cuasi delincuentes que se presentan a las elecciones y las ganan con mefistofélica sonrisa permanente. Mientras tanto despilfarro aeroplánico nos come los ahorros, cerramos ambulatorios, urgencias médicas y suprimimos autovías a todo trapo.
España, que ha vuelto a los tiempos del Monte de Piedad sólo que ahora se llama “Compro oro” y llena las aceras de toda España, rebosa de acomplejados votantes que tienen miedo de levantarse una mañana y descubrir que la izquierda puede no ser ese paraíso angelical en el que la igualdad y la justicia gobiernan el devenir humano. Acomplejados votantes que jamás se atreverán a reconocer que son de derechas, vade retro, no vaya a ser que les de vergüenza besar a sus hijos. España es ese país de acomplejados ciudadanos que creen que el sentimiento religioso es un modo de vida añejo, obsoleto y casposo, sin caer en la cuenta de que no hay nada más antediluviano que un decimonónico anticlerical.
Nuevamente el socialismo se va de España dejándola convertida en un patio de corrupción, sí, de derechas e izquierdas, en el que la moral (no hablo de religión sino de virtudes humanas) es desconocida como pauta de vida. España es el país que se indigna todas las noches y que se levanta sumisa todas las mañanas. España es el país que confunde cabreo, indignación y refundación social con caspa, basura y radicalismo izquierdista. España es el país de las oportunidades perdidas.-
Definitivamente el pais se va al garete, le pasa como al Titanic demasiado peso para mantenerlo a flote, de sobra es sabido que cuando se lleva mucha carga es conveniente aligerar la nave y en esta hay demasiados capitanes y pocos marineros o lo que es lo mismo hay mas jefes que indios y ya no queda quien reme. Arturo perez reverte lo expone brillantemente en uno de sus articulos que titula a bordo del Titanic.
Parece que fue ayer, y ya ven. La noche del próximo 14 de abril se cumplieron cien años justos desde que el Destino, que tiene ganas de guasa, puso un iceberg en mitad de la ruta del Titanic. Barco publicitado como insumergible, tecnología ultramoderna, primer viaje, 2.228 personas a bordo entre pasajeros y tripulantes. La mar lisa como un plato. Y zaca. Cubitos de hielo en la cubierta de estribor, desgarro bajo la línea de flotación, y al fondo. Millar y medio de ahogados preguntándose cómo ha podido pasarme esto. lejos. Ignoro si les pasa a ustedes. A mí, aquella tragedia me trae a la cabeza naufragios y desastres más recientes. Y como ese Destino al que mencionaba antes no tiene sentimientos y le gustan las paradojas, y por otra parte soy de los que imaginan a una especie de dios borracho, o bromista cósmico, tronchándose de risa con los afanes de las miserables hormigas que corremos bajo su bota, la coincidencia de fechas entre el aniversario del Titanic y la que está cayendo no me parece casual. Por el contrario, creo que todo responde al mismo plan. A la naturaleza de las cosas. A la misma estupidez colectiva que ahora ocupa el lugar de la inteligencia y el ingenio que durante siglos nos hicieron progresar y ser mejores, hasta que dejamos de serlo.
No sé si consigo explicarme. Consideren lo que el Titanic simboliza hoy. Las tripas del asunto. Dejen de lado la parte sentimental, si pueden. La compasión natural por las víctimas, las emociones y otros elementos perturbadores del buen juicio. Mírenlo con objetividad fría, como nos mira ese bromista al que me referí antes. Dos mil y pico infelices, desde sofisticados millonarios a emigrantes pobres como ratas, que confiando en la publicidad de la compañía White Star, que califica su barco de insumergible, se instalan alegremente a bordo de un artefacto de acero que pesa 45.000 toneladas, y cuya tendencia natural, si algo falla en la técnica -y la técnica puede fallar siempre-, será irse al fondo por su propio peso. Y no contentos con tentar a la suerte de tal manera, esos pasajeros confían sus vidas a una tripulación en la que los marinos auténticos son minoría. A un sindicato -así los llamó Joseph Conrad- de cocineros, mayordomos y camareros más dedicados al confort del pasaje, a que éste coma bien, duerma cómodo y se divierta, que a la navegación profesional propiamente dicha. Ahora, como guinda del pastel, añadan a eso una compañía naviera dispuesta a hacerse a toda costa con los récords de navegación y los beneficios que ese primer viaje puede traer en cuanto a promoción y venta de pasajes en el futuro. Con lo que tenemos, resumiendo la cosa, un artefacto monstruoso, hijo de la ambición y la arrogancia, lleno de incautos y gobernado por irresponsables, lanzado a veintiuna millas por hora en llena noche atlántica, a través de un mar lleno de icebergs. O sea: bingo.
Y ahora mírenme a los ojos y digan si la historia no suena calentita, a reciente de estos días. Cambien pasajeros por nosotros mismos, tripulantes por entidades financieras, compañía naviera por políticos desvergonzados, incompetentes y embusteros. Cambien la fiesta a bordo, los pasajeros de lujo con sus copas de champaña, los de tercera clase soñando con la vida mejor que podía aguardarles en América, por todos nosotros, nuestros créditos fáciles sobre sueldos que no podían sostenerlos, nuestro derroche, nuestra estupidez suicida, nuestro mirar hacia otro lado a las primeras señales de hielo en el mar. Metan todo eso en un ordenador, oigan. Denle a la tecla enter y saldrá nuestra foto exacta, saludando sonrientes desde la cubierta del barco insumergible, encantados de habernos conocido. Felices de estar ahí. Observen sobre todo nuestra cara de idiotas. Cien años ya, desde el Titanic, y no hemos aprendido nada.
Un saludo.
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