viernes, 11 de mayo de 2012

Che Guevara, ¿Heroe o villano?

Para muchos, el nombre del Che Guevara está asociado a una imagen, a una foto hoy repetida hasta la extenuación y convertida en souvenir de múltiples formatos. Una foto captada en un instante de suerte en mitad de un funeral por las cien víctimas de un sabotaje en La Habana en 1960- que hizo de su autor uno de los fotógrafos hoy más recordados: Alberto Korda. El Che Guevara, que hizo tanto (¿o fue tan poco?) por destruir el capitalismo, se ha convertido ahora en una marca quintaesencialmente capitalista. Su imagen adorna juegos de café, encendedores, llaveros, billeteras, gorras de béisbol, bolsos, jeans, y, por supuesto, las omnipresentes camisetas con su foto. Odiado por unos, venerado por otros, se han escrito miles de articulos sobre su vida y muerte, hoy quiero hacerme eco de esa parte oscura de este personaje de espiritu bohemio, compartiendo un articulo escrito por Fernando Diaz Villanueva y publicado en libertad digital,lleva por titulo:
                                                                      Terror en la Cabaña.
Hasta el siglo XVIII, dos bastiones custodiaban la entrada al puerto de La Habana: el de El Morro y el de San Salvador. Los españoles tenían por Cuba una estima mayor que por cualquier otra colonia. Sentían que la isla era parte de su propia patria. Sabían también del valor estratégico que tenía aquel puerto, por lo que lo protegieron con celo. 
La Habana era un caramelo demasiado dulce. En 1762 una potente armada británica consiguió penetrar en la bahía y desembarcar un contingente de casacas rojas junto la loma de La Cabaña, desde la que bombardearon a placer los recios muros de El Morro.
El gran fortín habanero terminó cediendo, y con él la ciudad. Al año siguiente, de pura carambola, Inglaterra y España llegaron a un acuerdo en virtud del cual la primera devolvía La Habana a la segunda a cambio de una parte de La Florida. La siempre fiel isla de Cuba valía eso y mucho más. El gobernador español aprendió la lección y ordenó que sobre aquella loma se levantase un nuevo baluarte, al que llamó San Carlos de La Cabaña en honor al entonces reinante Carlos III.
Era una fortaleza portentosa, la más grande que España había levantado en tierras americanas. Era impenetrable. Ocupaba diez hectáreas. Sus muros medían 700 metros de largo por 250 de ancho y estaban diseñados para soportar grandes cargas artilleras desde el mar y desde tierra. Su potencia de fuego era terrorífica. Equipada al máximo podía albergar hasta 120 cañones y otras 120 piezas menores de artillería. Pero nunca fue necesario utilizarlas. La Habana no volvió a ser importunada y La Cabaña se quedó como cuartel general de las tropas mejor adiestradas de la Corona.
Dos siglos de plácida vida castrense se vieron interrumpidos la madrugada del 3 de enero de 1959, cuando uno de los barbudos de Sierra Maestra, el argentino Ernesto Guevara de la Serna, conocido por los rebeldes como el Che, franqueó su puerta principal a bordo de un Chevrolet de color verde.
A pesar de su juventud, Guevara era ya una leyenda viva entre los cubanos. Días antes de su llegada a La Habana había conseguido derrotar al ejército regular en Santa Clara, una ciudad del centro de la isla. La victoria rebelde, que gozó de un gran aparato propagandístico, dio la vuelta al mundo. Era el hombre del momento, la imagen juvenil y provocadora de la vibrante revolución cubana.
A él le tocaba entrar victorioso en La Habana, pero no era cubano, así que Fidel Castro, líder máximo de la guerrilla que daba órdenes desde Santiago por si las cosas se ponían mal, decidió que fuese Camilo Cienfuegos quien hiciese los honores, mientras Guevara se hacía cargo de otro negociado mucho menos apetecible. Este negociado era el de la represión de los mandos del ejército. El castigo iba a ser ejemplar y tendría lugar dentro los muros de San Carlos de La Cabaña.
El viejo bastión español era el emplazamiento idóneo para ajustar cuentas. Estaba en la capital, pero a una distancia prudencial del centro. Disponía, además, de dependencias adecuadas para servir, a un tiempo, de cárcel, de tribunal y de cadalso. Y, sobre todo, no dejaba de ser un cuartel, por lo que nadie se quejaría si, en su interior, los militares despachaban sus asuntos en privado.
Guevara, que no era militar sino estudiante de Medicina metido a guerrillero, traía de la sierra una merecida fama de ser riguroso e intransigente con los malos, es decir, con los que oponían a la revolución. Para dedicarse en cuerpo y alma a la tarea, el Che se instaló en La Cabaña. Pidió que le acondicionasen un despacho en el edificio principal y llamó a los periodistas para que le hiciesen una entrevista. Él estaba allí para impartir justicia y depurar las fuerzas armadas de los elementos batistianos que tuviesen las manos manchadas de sangre. Él, que era un lego absoluto en cuestiones jurídicas y cuyo rango militar –el de comandante– era pura ficción revolucionaria. Tras haber cosechado su portada, el argentino se dispuso a juzgar a la cúpula militar de la dictadura.
Los juicios, todos sumarios, comenzaron poco después. No eran juicios propiamente dichos, sino farsas procesales extremadamente rápidas que terminaban siempre con la condena a muerte del acusado. Las penas se aplicaban en la misma fortaleza, en uno de sus fosos, contra los centenarios muros de La Cabaña que todavía hoy guardan, en forma de agujero, el recuerdo de las balas que marraron su objetivo. Serían esos los primeros disparos que recibieron esos muros desde que fueron levantados.
Guevara carecía de conocimientos, siquiera básicos, de derecho, así que le enviaron un equipo de asesores legales para que el tribunal mantuviese, aunque fuese levemente, las formas jurídicas. Los asesores pusieron algunas pegas al expeditivo proceder del revolucionario. Pero el Che no estaba para formalismos burgueses. A uno de ellos, el abogado Miguel Ángel Duque Estrada, le dejó dicho:
No hace falta hacer muchas averiguaciones para fusilar a uno. Lo que hay que saber es si es necesario fusilarlo. Nada más.
Sin saberlo, el Che entroncaba con la tradición jurídica bolchevique, una tradición perversa que consistía en dinamitar desde los cimientos las garantías procesales. "No hay que equivocarse en esto. Nuestra misión es hacer la revolución, y debemos empezar por las garantías procesales mismas", le dijo a Duque Estrada en cierta ocasión. José Vilasuso, otro de los letrados testigos de aquella matanza por entregas, recordaba las palabras que el comandante les dirigía:
No demoren las causas, esto es una revolución, no usen métodos legales burgueses, las pruebas son secundarias. Hay que proceder por convicción. Son una pandilla de criminales fanáticos.
El planteamiento del responsable de La Cabaña era cristalino, pero Cuba todavía no se había transformado en una república popular de la órbita soviética y había que guardar las formas. Los aliados norteamericanos y la prensa internacional, con quien los barbudos vivían un idilio, no estaban dispuestos a tolerar ciertos excesos. Guevara, como Stalin en la Gran Purga, necesitaba autoinculpaciones que justificasen las ejecuciones de puertas afuera.
Acuciado por esta necesidad, se le fueron ocurriendo trucos para ablandar a los imputados. El primero fue realizar los juicios de madrugada. Tirando de sus conocimientos de medicina, ordenó a los abogados que fijasen los interrogatorios por la noche, momento en el que, diría, "el hombre ofrece menos resistencia: en la calma nocturna la resistencia moral se debilita". Si la moral del acusado no se había debilitado lo suficiente, el Che tenía métodos más persuasivos, como el del falso fusilamiento: se sacaba al preso al foso y allí, entre risas, el pelotón disparaba sin munición. Tras la infame ceremonia, el fusilado, preso de un ataque de ansiedad, se inculpaba de lo que fuera menester.
A pesar de las precauciones, las ejecuciones de La Cabaña terminaron por saltar a los periódicos. Tras sus muros no sólo estaban ajusticiando a oficiales con delitos de sangre probados, sino a cualquiera; de hecho, lo normal es que los condenados fuesen simples infelices, ya que los altos mandos del ejército batistiano hacía tiempo que habían abandonado la isla. Castro tomó cartas en el asunto, pero no para frenar la matanza, sino para azuzarla. En un mitin multitudinario frente al palacio presidencial, pidió a los congregados que votasen a mano alzada si querían que se continuase con los juicios populares, eufemismo con el que habían bautizado aquellas ridículas farsas presididas por Guevara. La muchedumbre levantó el brazo al unísono.
El Che, complacido por el espontáneo refrendo de la masa revolucionaria, continuó con sus labores. El derecho romano desapareció por completo en las diez hectáreas del fuerte. Suprimieron el habeas corpus y pasó a aplicarse la llamada "ley de la sierra", según la cual había que juzgar sin consideración de principios jurídicos generales. La declaración del fiscal, oficial investigador en la terminología revolucionaria, constituía una prueba irrefutable y era el paso previo a la condena definitiva, sobre la que no cabía apelación. Acto seguido, el expediente pasaba al despacho del comandante, que lo firmaba sin pestañear, básicamente porque ni siquiera los miraba.
Entre los meses de enero y marzo de 1959, Ernesto Guevara de la Serna no hizo otra cosa más que firmar sentencias de muerte, unas veinte diarias, 1.892 en total. La gran mayoría de los condenados eran inocentes, y de entre los culpables ninguno cometió un delito tan grave que justificase una pena semejante.
Una vez dio por concluido su trabajo en La Cabaña, la revolución premió a Guevara con la presidencia del Banco Nacional de Cuba. Allí perpetró otra atrocidad, aunque esta vez de índole económica. Hoy Cuba sigue siendo un país comunista, y por esa razón el escenario del crimen, el fuerte de San Carlos de La Cabaña, es un museo dedicado al Che.
                                                                    

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