miércoles, 11 de abril de 2012

En el otoño de sus vidas, el amor sigue floreciendo como en primavera

Este dia publicaba en el blog un trabajo que se trataba de la vida de nuestros mayores y que titule En homenaje a nuestros Mayores.
En el periodo de recopilacion de informacion para desarrollar el escrito me encontre con un trabajo excepcional de Arturo Perez Reverte y me inpacto bastante por como transmite los sentimientos, se entremezclan en una bonita y longeva historia de amor de un pareja de abuelos en un dia de playa normal en su vida, un dia mas de rutina, de esfuerzo, de convivencia, pero en definitiva un dia mas en toda una larga sucesion de meses y años, en los que se han reido y llorado pero se han apoyado el uno en el otro, han peleado por vivir, han sido dias  plagados de alegrias y  penas, toda una vida de lucha y de esfuerzo, pero aderezada con los pequeños detalles cotidianos que son la base de la verdadera felicidad, hay quien dice que la constumbre es mas fuerte que el amor,  yo digo que a esas edades el amor es verdadero, solo ellos saben con certeza las vicisitudes que han tenido que pasar, nadie sabe como ellos han sufrido y se han amado, han mantenido su ilusion viva, y a pesar de todo, nadie ni nada han podido quebrar la voluntad de seguir juntos en su maravillosa aventura de la vida,
 ahora en el zenit de su vida se siguen preocupando uno por el otro, y no se sienten tristes, saben que el final de esta carrera que comenzo hace tantos años esta proxima a su final. Si pudieran elegir se irian juntos pero eso ya no lo manejan ellos, ellos ahora solo esperan y  solo quieren irse con la sensacion de haber cumplido con la vida y con ellos mismos, por eso estan felices y se reconfortan el uno al otro.
La historia no tiene desperdicio espero que la disfruteis tanto como yo.


Fue el otro día, en Gijón. Era domingo y hacía sol, y la playa, y el paseo marítimo, estaban a tope de gente remojándose en el agua o apoyada en la barandilla de arriba, mirando el mar. Todo apetecible y muy de color local, gente de allí en plan familiar sin apenas guiris. Era agradable estar de codos en la balaustrada, observando la playa y las velas de dos barquitos que cruzaban lentamente la ensenada. Había una cría dormida sobre una toalla junto a la orilla, y chiquillos que alborotaban entre los bañistas, y jovencitas en púdicos bikinis y mamás y abuelas en bañador respetable que charlaban mojándose los pies. Y un niño rubito y tenaz, un tipo duro que había hecho un castillo de arena y estaba sentado dentro, reconstruyendo impasible la muralla cada vez que el agua la lamía, desmoronándola. Lo que, por cierto, no es mal entrenamiento de vida cuando apenas se han cumplido siete años.
La pareja no me habría llamado la atención, había doce semejantes, de no ser porque vi el gesto de la mujer. Eran dos abueletes que habían estado un rato a remojo. Llevaba ella un vestido de esos veraniegos para señora mayor, estampado, con botones por delante, y una cinta en el pelo que recogía el cabello gris. Era regordeta y menuda. Él estaba en bañador, calzón de playa de color discreto, y se abotonaba despacio, con dedos torpes, los botones de la camisa gris de manga corta. Tenía las piernas flacas y pálidas, de jubilado al que le queda verano y medio, y la brisa le desordenaba el pelo blanco alrededor de la frente salpicada, como sus manos, con las motas que la vejez imprime en la piel de los ancianos. Los dedos del hombre no acertaban con el último ojal, y vi que la mujer le apartaba delicadamente la mano y se lo abotonaba ella, y luego con un gesto lento y tierno, le pasaba la mano por la cabeza, como si quisiera arreglarle también un poco del pelo, peinárselo con los dedos y dejarlo un poco más guapo y presentable.
Me quedé mirándolos hasta que se alejaron camino de las escaleras, y aún vi que él se apoyaba en el hombro de ella para subir los peldaños. Y me dije: ahí los tienes, Arturín, toda la vida juntos, cincuenta años viéndose el careto cada día, y los hijos, y los nietos, y cállate, y lo que yo te digo, y el fútbol y aquella época en que él volvía tarde a casa, y el mal genio, y el verlo tanto en sus momentos de hombre que se viste por los pies como en los momentos de miseria; y en vez de despreciarlo de tanto asomársele dentro, de no aguantarlo por gruñón o por egoísta, ella aún tiene la ternura suficiente para ponerle bien el pelo después de abrocharle ese último botón en el ojal. Y a lo mejor él ha sido un tío estupendo o un canalla, y eso no tiene nada que ver, y resulta compatible con el hecho de que ella, que parió sola, que se calló por no preocuparlo cuando se sintió aquel bulto en el pecho, que se ha estado levantando temprano todo la vida para tener paz en una cocina silenciosa, le siga profesando una devoción que nada tiene que ver con lo que llamamos amor; o a lo mejor resulta que el amor es eso y no lo otro, ese ejercicio de lealtad que puede consistir en repeinarlo con la mano y decirle ponte guapo, Manolo. En que ella, que siempre fue al médico sola hasta cuando pensó que se iba a morir, entre en la consulta con él y le diga siéntate aquí, anda, estate quieto, que ahora viene el doctor. En cerrarle con disimulo la bragueta cuando él sale a pasitos cortos del servicio. En dedicarle una vida que el no siempre supo merecer.
Y ahora él depende de ella, y es ella la que lo sostienen como en realidad lo ha sostenido siempre, y un día Manolo, o como se llame, dirá adiós muy buenas; y ella, que renunció a tantos pequeños sueños, que se impuso a sí misma un extraño deber unilateral, que no vivió nunca una vida propia que no fuera a través de él, se quedará de golpe quieta y vacía, perdida su razón de ser, con hijos y nietos que de pronto se antojan lejanos, extraños. Añorando la cadena que la ató recién cumplidos los veinte, cuando casarse, poner una casa, tener una familia, era un sueño maravilloso como el de las poesías y las películas. A lo mejor, antes de hacer mutis, él tiene tiempo decencia y lucidez para darse cuenta de lo que ella fue en su vida. Y entonces echará una lagrimita y le dirá eso de que lamenta haberla tenido como una esclava, etcétera. Y ella, una vez más, se callará y le pondrá bien el pelo, para que agonice guapo, en vez de decirle: a buenas horas te das cuenta, hijo de la gran puta.

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